Para qué sirve un banco
Paseas por la calle, o caminas con relativa tranquilidad, y miras. Y si no miras, empieza a mirar, que se ven muchas cosas.
Miras esos listones alargados y hechos de madera (los que aún tienen la suerte de ser de madera, soy una nostálgica) que están anclados a cualquier acera. Quietos y siempre inmunes a todo lo que ven y escuchan. Con todo lo que ven y escuchan.
La gente por Gran Vía mirando a ningún lado pero yendo a muchos sitios sin llegar a estar en ninguno y los bancos ahí, esperando. Esperan a que estés a punto de caerte para que por fin pares, que son 5 segundos, y pongas tu pie encima de él para atarte los cordones. Esperan a que no encuentres los auriculares y no te quede otra que apoyar en él el bolso en el banco para buscarlos. No vaya a ser que escuchando a la vida te enteres de lo que pasa ahí fuera. También esperan a que caiga el sol, a que el ajetreo se frene y empiece la otra actividad. Entonces los bancos sirven para otras cosas.
Un banco sirve para ser cama, por ejemplo. Como Audrey Hepburn, la princesa Anne en Vacaciones en Roma, que cansada de dormir en un palacio (porque dormir también cansa) se escapa y se pone a dormir en un banco. En esa escena, entra un taxi en el plano y sale de él un señor que ordena al taxista parar para ayudarla. Para ayudarla despertándola. ¿Cuándo ha ayudado eso? Él le dice que no es buena idea que se quede ahí, que está borracha. A lo que ella le contesta que no gracias, que no está embriagada (con esa voz suya), que está durmiendo.
Un banco también sirve como cama para más gente. La diferencia es que estos no huyen de ningún lado y menos, palacios. Más bien lo buscan. Personas que encuentran en una calle o en un parque su zona residencial. Los ves pero te esfuerzas en no mirarles. De repente ese banco tan público es algo muy privado. Y si miras mucho, sientes que invades su intimidad.
Lo mismo pasa con la gente que queda en un banco. Esas citas tan públicas pero tan íntimas. Hay pocas ya, pero hay. Yo me di mi primer beso en un banco. Pero no lo vi venir y estaba masticando chicle. Es un dato que nadie me ha pedido, pero yo lo doy. Y no. No lo pegué por debajo del banco de forma disimulada, sutil y elegante en un intento de remontar aquello. Como una señora con no muchos años, me levanté, bien digna, y tiré el chicle a la papelera que había cerca. Siempre hay papeleras cerca de los bancos. Fíjense. Y tiene sentido. Si quedas para dar una vuelta, o paras o te mareas. Eso es así. Y para eso están los bancos, para parar. Y por si acaso no paras a tiempo: papelera.
A cierta horas, según la edad que tengan las personas que lo habitan, los bancos se llenan de citas. Cuanta menos luz, más edad. Es inversamente proporcional. Pero las citas que vengo viendo últimamente no me dan envidia. ¿En un banco? No hombre, no.
Pero principalmente no me dan envidia porque la gente que veo que intercambia puntos de vista con el cuerpo, sufre. Los brazos de uno dicen muy efusivos que eso no es así, y el otro responde con la espalda apoyada en la madera y la mirada un poco baja, que ya, que bueno.
Paso por el lado de muchos de esos bancos y pienso lo mismo: Mucho drama y poca diversión.
Los bancos buscan la empatía de la persona con la que lo compartes. No te paras en un sitio tan abierto a todos si no necesitas que alguien se pare a hablar contigo. Necesitas parar de darle vueltas y por eso estás ahí. Para eso están ahí. No hay tiempo para pensar en ir a otro sitio o si seguir caminando. Hay que ver hacia dónde seguir ahora, y para eso están los bancos.
Y si después de esa parada, los caminos no siguen por la misma calle, siempre habrá cerca una papelera.
Feliz fin de semana.