Nada como una buena mentira
No hay nada como aceptar una buena mentira. Ya no contarla, sino, querer creerla. Yo me pongo súper nerviosa cuando sé que me mienten, porque quien te miente mal, se piensa que eres tonto. Así que además de mentirte, te insulta.
Desde pequeños mentimos y mira que todos (padres, profesores, hermanos mayores, etc) se esfuerzan por conseguir lo contrario. Hasta los Canta Juegos tienen una canción para que aprendas a contar mentiras. Y te ponen un ejemplo práctico: Por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas. O también: Me encontré con un ciruelo cargadito de manzanas. Y si las lees dos veces, es que suenan bien. Si a mí alguien me dice esas mentiras, le pido que me las escriba y las enmarco. Porque por lo menos son bonitas. Y eso es lo peligroso. Que suenan bien.
Necesitamos mentiras para seguir adelante. La verdad es necesaria hasta cierto punto. Pero tampoco sé si funciona el placebo de por vida. Supongo que al final, pierde el efecto.
La cuestión es qué quieres creer. ¿La mentira o tu propia verdad?
Pero luego, menos mal, hay otro tipo de mentiras que sí tienen su gracia. Podemos llamarlas ilusiones. Al fin y al cabo una ilusión es una mentira. Y suelen sentar genial. Son aparentemente inofensivas y tienen un puntito dulce. A veces, incluso, pueden ser verdades un poco cobardes que no se atreven a asomarse del todo y tienen que ser dichas de alguna forma.
La primera vez que te crees una, una parte de ti sabe que es una ilusión. Que no es del todo verdad o no tiene por qué serlo. Pero a la otra parte le sienta bien. Tienes un camello dentro de ti que te tienta: “Eh, aquí tienes engaño para rato, disfrútalo”
No hay nada de malo en hacerse ilusiones. Eres consciente de que puedes estar mintiéndote un poquito porque no sabes la verdad, pero entonces no llega a ser mentira. Todo legal.
Así que, ahora que vamos despacio, vamos a hacernos ilusiones.
Que de algo tendremos que vivir.
Feliz fin de semana.