La camiseta
Hay un objeto que significa bastante lo que era para mí venirme a Madrid. Es una camiseta de una tienda que hay aquí y que me regalaron mis hermanas.
Antes de seguir: no. No pone “De Madrid al cielo”, “Madrid mola mazo”, ni nada de eso.
Me encantaba la tienda de la camiseta, solo está aquí y en Barcelona y, hasta entrado el 2020, no tenía tienda online.
En un puente de diciembre, fuimos a ver a mi hermana Laura, que ya estaba viviendo en Madrid, y entramos a la tienda. Raro en mí, no me costó nada decidirme por algo. Hubo una vez, bastante bastante más pequeña, que obligué sin querer (cuánto nos salva el “sin querer”) a mis padres a cerrar una tienda en Limerick porque no sabía qué mantita era la más acogedora: la de nubecitas o la de cupcakes. Menos mal que no cogí la de cupcakes. Bien Nieves del pasado, bien. Solo los que estaban en esas escaleras mecánicas podrán acordarse del drama. Que los llantos de niña pequeña se entienden igual en todos los idiomas.
Me he ido, perdón. La camiseta. Lo que se veía sobre el algodón blanco era El Hombre de Vitruvio ilustrado a partir de varias corrientes artísticas. Sentí que era Madrid en una camiseta. Yo quería irme allí a empezar “con lo mío” y me veía caminando por Huertas con ella. Total, que después de ese paseito imaginario e idílico que casi nadie no habrá hecho, seguí mirando otras camisetas. Sin interés en ninguna otra y dejando la que sí, atrás. Suele pasar.
Mientras iba del Jardín del Ángel hasta El Diario sin moverme de la tienda, alguna de mis hermanas la compró sin que me diera cuenta y, justo un mes después, me la regalaron por mi cumple. Me dije que no la iba a estrenar hasta que estuviese en Madrid.
Bien. Ahora, me salto unos meses y llegamos hasta agosto. Ese verano llegó “La Dana” a Alicante y mi casa se inundó. Hasta mi cómoda se inundó. Y la ropa que había dentro, obvio, se inundó. Todo lo que era blanco, de repente parecía recrear los arcoíris que aún cuelgan de los balcones de las casas. Por lo menos, ahora se puede leer: “Todo va a salir regulinchi”.
Yo estaba llevando con relativa calma lo de nadar a mariposa en casa hasta que vi la camiseta. Me puse a llorar como si hubiera vuelto a las escaleras mecánicas. Pero esta vez, al segundo lagrimón pedí perdón por llorar por una camiseta. Claro que, no era solo una camiseta.
Otro salto: pasó un mes, llegué a Madrid, y cuando abrí, torpe, la puerta de casa de Laura y Cristóbal maleta en mano, vi un paquete en la mesa. Me habían vuelto a regalar la misma camiseta.
Bienvenida, Madrid nunca decepciona.
Al día siguiente empecé en mi escuela. Pasé unos de los mejores meses de mis mejores años. Hasta que llegó marzo. El maldito marzo. Desde ese mes, me esfuerzo en mirar mi camiseta de la misma forma que siempre, pero no es la de siempre. Es bastante menos canalla, menos trasnochadora y más basiquita.
Hace unos días, pasando el fin de semana en Alicante, escuchaba por la radio que mis padres siempre ponen, que volvían a confinar Madrid. Y que ahora las noches se podían acabar antes (ay, ¿antes?) por algo de un toque de queda. Todavía lejano. Y lo escuchaba y me esforzaba por ver mi Madrid y no el de ahora. Concentrada en la pared: “Venga, que sí”. Claro que, el gotelé tampoco me iba a dar respuestas. Creemos que sí, pero no.
Me llamaron para ir a comer, abrí el cajón de la misma cómoda pero nueva y me encontré con la camiseta que quedó inservible después del temporal. Mi madre había conseguido quitarle las manchas con lejía, muchísimo cuidado y muchísima paciencia. Ahora tenía dos camisetas favoritas. La de siempre, y la de después del temporal.
Madrid y yo en Marzo, posando como eternos turistas un fin de semana antes del temporal.
Feliz fin de semana.