Kilos de judías
Llevo poniéndome anuncios de Estrella Damm desde el 1 de junio para concienciarme de que, aunque no me lo parezca, es verano. El primer verano de adulta adulta. Ya tuve un verano de adulta trabajadora pero lo pasé en Denia así que no puntúa igual. Pero este es un verano de asfalto. De los que tienen los días contados literalmente porque tienes que elegir entre 22 días hábiles y decidir cuáles son para el verano. Me estoy haciendo, todo lleva su proceso, no pasa nada.
El verano era, hasta hace poco, cargar el coche e ir al pueblo con una cinta de casette para el viaje, siempre la misma: Melendi por la cara A y la Oreja de Van Gogh por la cara B. Me ponía nerviosa cuando veía la fábrica de zapatos a la entrada de Chinchilla y en lo alto y a lo lejos, el castilllo. Siempre me dormía en el viaje pero nunca he entrado a Chinchilla dormida, mi cuerpo se espabilaba justo a la entrada. Me encantaba vernos llegar y escuchar a mi abuela anunciar: “Ya hemos llegado”.
Antes de subir a casa a descargar todo y dormir, era imprescindible la parada en casa de mis tías. Aunque fuera tarde (porque el tetris quieras que no siempre alargaba la hora de salida) ellas estaban despiertas, con la ventaba abierta esperando. “¿Cómo se ha dado el viaje?” “Uuhhh qué alta estás” “¿Qué os saco?” “Hay blanco y queso del que os gusta” “No te preocupes Sara, que está el gato solo en el coche” Pero yo ya estaba en la nevera.
Recuerdo a mi tía Sara de mil formas, pero hay una que siempre me ha marcado: sentada en una sillita baja y verde frente al frigorífico abierto, junto a la puerta que daba al patio, con una bata hecha de retales que les sobraban de otros encargos, limpiando y cortando judías verdes. No sé cuantos kilos de judías habrán comido mis tías a lo largo de su vida ni a cuánto ascenderían sus factura de la luz, pero cuando la veía ahí, con su aire acondicionado de nevera, algo pasaba. De algo quería hablar o de algo quería enterarse.
Me acercaba a ella y veía un montón de judías cada vez más grande, y a ellas cada vez con un cuerpo más pequeño. Esos kilos de judías significaban conversaciones con nosotros, y otras, silencios para escuchar a los vecinos con los que compartían patio. Las judías, de una manera u otra eran palabras que se iban amontonando en su memoria y sin que ella lo supiera, en la mía.
Estos días me paso más de lo habitual por los congelados de Mercadona. Dejo la cámara frigorífica abierta y miro las bolsas de judías congeladas. En ese frigo hace mucho más fresco que en el de mi tía, eso le gustaría a ella. Pero no hay sillita verde ni las conversaciones que se escuchan en ese pasillo se parecen a las de entonces, ni tampoco hay alguien que me diga que coja un manojo, que quite las puntitas pero sin desperdiciar judía, y que las ponga en el mismo barreño que ella.
Las bolsas están preparadas y viene un trabajador del supermercado a decirme que escoja rápido una y cierre, que se escapa el frío.
Hay demasiado asfalto.
Feliz fin de semana.