Gambitera
Me hubiera gustado empezar esta carta con la definición que da la RAE a la palabra “gambitera” pero me ha dado mucha pena ver que la academia no acoge en su diccionario a esta palabra manchega tan bonita.
Es más, he visto que hicieron, con poco éxito, un change.org para que admitieran la palabra. Aunque parece que 27 firmas no fueron suficientes. Pero no pasa nada, yo seguiré diciendo que es de mis favoritas del diccionario aunque no esté en el diccionario. Así que en vez de explicar su significado, mejor aprenderlo leyendo esta carta.
El sábado es el día más gambitero de la semana pero de lejos. Y aunque ahora hay menos gambitería en las calles, los gambiteros siguen recorriéndolas.
Si el sábado es el día más gambitero, agosto es el mes de la gambitería. Y agosto también es Chinchilla. Y también es mis tías. Y también es Antonia. Que era como la tía de toda la plaza de Santa Ana.
Antonia era La Antonia pero sobre todo era La Sambera. Siempre me contaba que ella no pudo estudiar. Que nadie le enseñó a leer ni a sumar ni a nada “de eso”. Pero sabía más que cualquiera. Yo se lo notaba en sus palabras pero también en las arrugas de sus manos. Esas manos que solo tienen las viejecitas que han vivido mucho.
Cuando iba a hablar, las sacaba de golpe de los bolsillos de su bata de verano. Y mientras se las acariciaba frotándose una con otra, haciendo círculos, me preguntaba si esta vez tampoco me había traído a ningún “amiguico”. Y no me sabía mal darle la negativa porque sabía lo que iba a responderme una vez más: “mejor, así entras y sales cuando tú quieras”.
Básicamente, en menos palabras de las que la palabra lo merece, ser una gambitera es eso. Entrar y salir. Pasarlo bien. No rendir cuentas. Nunca pregunté a mis tías por qué a Antonia la llamaban La Sambera, pero me gusta pensar que ella estaba en una liga superior a la de la gambitería. Un entrar y salir sin precedentes.
Bueno, más salir que entrar, porque solo la recuerdo sentada a la fresca en la plaza de Santa Ana. Viéndome salir de casa y diciendo con una energía que contagiaba: “ande vaaas gambitera!” Y yo, que daba igual si iba a sentarme en una escalera de la plaza a ver pasar las horas o a la verbena a verlas correr, me ponía de buen humor nada más oírla. Y en vez de decirle cualquier cosa y seguir, me paraba en su poyete a contarle más de lo que seguramente debía.
La única vez que la vi dentro de su casa fue, precisamente, subida al balcón. Moviendo los brazos en lo alto, bailando el viento, mientras toda la placeta le vitoreaba por ser la guardiana de la plaza.
Yo que pensaba que este año ya no iba a poder echar de menos más cosas, y resulta que sí.
A Antonia, que se merece un sillón en el cielo y otro en la RAE.
Feliz fin de semana.