Desde el avión todos los países parecen el mismo.
Desde el avión todos los países me parecen iguales. Montañas nevadas y sin nevar, trozos de parcelas perfectamente divididas sobre las que nunca sabrás cómo han hecho esas separaciones tan rectas y que van alternando marrones con verdes. A veces mar, y de repente nubes.
Hacía un COVID que no cogía el avión y siempre hago lo mismo: miro por la ventanilla imaginando lo que es tocar una nube, me digo que eso no se puede tocar, flipo con estar tan arriba del mundo, y me acuerdo de mi tía Maribel la primera vez que cogí un avión siendo pequeña con ellos: “Neus, ahora verás cuando despegue, cómo se te ablandan las rodillas” Gracias a mi familia y a mis amigos nunca me he perdido en un aeropuerto, pero por su culpa algún día, me perderé.
A Emilio le encanta la comida del avión, y yo la odio, aunque no tanto como comer en un centro comercial. Así que vaya a volar o a un centro comercial (lo segundo solo si no me queda otra) me espero hasta salir de allí, porque coma lo que coma después, tendrá más magia.
Silvia sigue sin haber pisado un baño de avión en su vida, y eso que aviones si ha pisado muchos. Yo se los recomiendo más que los del tren, que tienen para montarte una barbería y afeitarte pero no tienen una manivela mínimamente digna con la que un ser humano no haga el ridículo intentando abrirla.
Deberían poder alquilarse los hombros del de al lado. La persona que te toca al lado está demasiado cerca como para no apoyarte, y a la vez, demasiado lejos como para hacerlo. Si le pusiéramos un precio, se acababa la incomodidad.
Nunca sé si aplaudir o no cuando el avión aterriza. Mi instinto folclórico pide palmas y mis pocas ganas de reprimir ese instinto no se oponen.
Ayer llegamos a Bucarest y cada paso que doy tengo más claro que nosotros nos pensábamos que íbamos a Budapest.
Desde el avión todos los países parecen el mismo. Y algunos, encima, solo tienen dos letras de diferencia.
Feliz fin de semana.