Ahora todo es demasiado rosa
Mis padres están viendo Perry Mason y yo escribiendo palabritas. En la pantalla de la tele salen los párpados de un niño cosidos a las cejas mientras sus padres lloran, y yo estoy viendo cómo escribir algo bonito sin que quede repipi.
Mis padres están viendo cómo un señor vestido de blanco, con guantes de látex y un delantal de un material duro que le llega hasta los tobillos, coge un cerebro para dejarlo en un peso. Las agujas que se ven por el cristal del peso se van corriendo hasta el extremo. Buen cerebro, pienso. Dudo de si ahí cuenta la sabiduría o es todo carne. Pienso en la última vez que fui a la pescadería y en lo que se parece poner un salmón en la bandeja de un peso, a poner un cerebro en la bandeja de un peso.
Sale por cuarta vez la ventanita que avisa a mis padres de que en 20 segundos se reproducirá automáticamente el próximo episodio. Me preguntan si es que no me está gustando, les respondo que es que me gusta tenerlo de fondo. Abro una ventana nueva en el notas del ordenador, pero las palabritas vuelven a competir con Perry Mason y un señor poniéndose una copa en un vaso precioso. Quiero ese vaso precioso. Vuelvo al notas, pero oigo ruidos, ruidos que salen de la pantalla en la que mis padres están viendo el cuarto capítulo de Perry Mason, ruidos de un señor ahogándose con un vaso precioso en la mano. Ahora, cualquier palabrita me va a parecer demasiado rosa, y ninguna a la altura del vaso precioso. Pienso otra cosa.
Dos chicas con pijamas que quiero para mí, fuman en la cama con guantes de seda. Hasta matarse lo hacían más bonito en los años 30.
Así no se puede.